lunes, 21 de enero de 2008

La Casa Real anuncia la separación de la Infanta Elena. 18 de noviembre de 2007


“Estaban buscando fecha...” La Casa Real aprovechó ayer el repunte de popularidad experimentado por el Rey Juan Carlos I y la propia Corona a cuenta del archiconocido “¡por qué no te callas!” pronunciado por el Monarca ante Hugo Chávez en la reciente cumbre de Chile, para anunciar la separación matrimonial de la Infanta Elena de Borbón y Jaime de Marichalar. La Zarzuela confirmó ayer la noticia, explicando que ambos han convenido el "cese temporal de su convivencia matrimonial, sin efectos jurídicos", al menos, de momento.
Todas las fuentes consultadas coincidieron ayer en ligar el anuncio de la separación, por otro lado largo tiempo esperado, con el subidón de popularidad real derivado del ruidoso incidente ocurrido en la Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile. “Es el mejor momento para minimizar los daños que, para la Familia Real, tiene un anuncio de esta clase, algo que hubiera sido imposible realizar hace apenas dos meses, con la Institución en la picota”.

Pocas veces el tópico de la “separación anunciada” fue tan cierto como ahora. Tan lejos como la Navidad de 2001, la Familia Real vivía en Zarzuela la zozobra de una separación que ya entonces parecía inevitable. La Infanta había descrito el deterioro de su vida matrimonial al Rey, su padre, en términos de imposible arreglo. Elena estaba decidida a separarse.
-¿Qué vamos a hacer? –se preguntaba el Rey ante su personal de confianza en Palacio.
-Pues se tendrá que separar, Señor, como todo el mundo, qué remedio...
-¡Pero eso es imposible ahora: sería un escándalo, con lo que le acaba de pasar! –argumentaba el Rey.

Jaime de Marichalar había sufrido, el 22 de diciembre de 2001, una isquemia cerebral mientras practicaba deporte con la bicicleta estática. Esa fue la explicación oficial que se dio al accidente. El duque se recuperó con mucha voluntad y no poco esfuerzo del achaque, y durante ese tiempo la relación pareció mejorar, con la Infanta prestándole solícita su ayuda en tan duro trance.
Hacía poco más de seis años que habían contraído un matrimonio (19 de marzo de 1995) que, en realidad, no funcionó nunca, con la excepción, quizá, de los dos primeros meses. El caso es que el Rey impidió la separación antes de la trombosis cerebral del duque, y cuando el accidente se produjo, “ella, que tiene un genio endiablado, justo como su padre, pero un corazón enorme, literalmente se volcó en ayudarle, porque además le dio mucha pena su situación”.

Juntos se fueron a Nueva York en pleno proceso de recuperación física de don Jaime, un viaje que estuvo plagado de vicisitudes, algunas no precisamente agradables. La pareja se afincó en Madrid en un piso alquilado al decorador Jaime Fierro en la calle Ortega y Gasset, antes de que un súbito golpe de fortuna permitiera a Marichalar construirse una vivienda justo al lado, esquina Núñez de Balboa, en el jardín de las Corsini, una casa de varias plantas pensada para que cada miembro de la familia, incluidos los niños, dispusiera de su propio piso.

Al duque no le gustaban los niños, pero la llegada de Felipe Juan Froilán (9) y Victoria Federica (7) le confirió un nuevo estatus dentro del invisible organigrama de la familia real, y además posibilitó su entrada en una serie de consejos de administración –Loewe, Cementos Pórtland, Credit Suisse, Winthertur- que contribuyeron a mejorar notablemente su paupérrima situación financiera.
Sin embargo, Jaime de Marichalar, cuarto vástago de los condes de Ripalda, un auténtico hijosdalgo a la antigua usanza, ha resultado ser la pareja que mejor cumplía con ese requisito que obliga a los vástagos de una casa reinante a contraer matrimonio con pares de sangre azul. Aristócrata del más rancio estilo, Marichalar estaba tan mal preparado –“una auténtica nulidad desde el punto de vista laboral”- para ganarse la vida en el libre mercado, como bien pertrechado –“muy educado, sabe estar como pocos”- para cumplir con la misión de consorte, razón por la cual siempre le ha parecido un horror los matrimonios realizados por la Infanta Cristina y el Príncipe Felipe.

Lejos del paraguas real, a Jaime de Marichalar le espera ahora “la más atroz de las soledades”, un cáliz, el de la soledad, cuyo sabor el señor duque ha probado en demasía en estos años. Habrá que ver qué pasa con sus empleos. Más fácil la vida de la Infanta –“una persona de gran corazón, la mejor de los tres, aunque de muy difícil convivencia”-, porque es ella quien rompe, que podrá por fin volar sola. Y un nuevo envite, a pesar de lo afortunado del momento elegido, para una Casa Real que lleva mucho tiempo, tal vez demasiado, en el escaparate público y no precisamente para bien.

El Rey Juan Carlos se ha preocupado siempre de tener bien resguardados los distintos flancos familiares, convencido, más o menos como cualquier español del común, de que para que la Institución funcione y sea percibida en la nebulosa dimensión atemporal que le caracteriza tiene que dar sensación de ejemplaridad, la familia real tiene que ser, o al menos parecerlo, modélica. Esta separación, con el inevitable divorcio que viene, rompe ese molde y daña el modelo. La esperanza es que el pueblo llano digiera pronto la novedad y se olvide de ella. Al fin y al cabo, vivimos en una sociedad de consumo.

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